miércoles, 3 de agosto de 2016

INVITACIÓN A LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO "MEMORIAS OCTOGENARIAS" CONFESIONES DE UN VIEJO QUITEÑO


 INVITACIÓN  A LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO EN VERSIÓN DIGITAL 

"MEMORIAS OCTOGENARIAS"

DEL ESCRITOR JAIME MUÑOZ MANTILLA

Y AL RE LANZAMIENTO DE SUS OBRAS ANTERIORES 

EL QUITEÑO QUE NO PUDO VENDER SU ALMA AL DIABLO”, “EL SILENCIO DEL VERBO”



LUGAR: CAFÉ LIBRO - EN EL ESPACIO "ESENCIA DE LA LITERATURA" 

Tertulia literaria: El escritor Jaime Muñoz Mantilla

DÍA:  martes 9     DE AGOSTO                            
HORA: 19h00

DIRECCIÓN: 

Calle Leonidas Plaza N 23-56, entre Wilson y Veintimilla

Mapa google


Entrada libre

lunes, 1 de agosto de 2016

EL VIEJO QUE NO PARABA DE LEER



Por Jaime Muñoz Mantilla
Quito, marzo de 2014

A mis coetáneos

Metodio no tuvo problema en explicarse, y explicar a quienes lo interrogaron, la causa de su obsesión por la lectura. Les dijo: "Cuando a mis escasos veintidós años tomé estado, tuve que deslomarme mañana, tarde y noche a fin de llevar el sustento para dos, luego para tres, para cuatro y para cinco". Y añadía cuantas veces fuese necesario: "Entonces, a qué hora quieren que leyera, pues".

Ahora, jubilado el hombre, piensa que no debe perder el tiempo, y aprovechar los días que le quedan, llenando los vacíos de su cultura.  Este empeño se vio exacerbado, también por un temor que le sobrevino cuando, tras el  cese de sus actividades laborales, le  preguntaron que a qué dedica sus horas de ocio. Él respondió que, en las mañanas, a dar vueltas por las  viejas calles de Quito, del brazo de Rosana, su consorte, y a las evocaciones; los viernes, con los amigos que aún le quedan, en el café de antaño, cafetín en decadencia, pero que conserva el sepia entrañable de las paredes y permite rumiar el pasado y reír, que la risa es –le dice a la Rosana- terapia para combatir el tedio y la tristeza. Y añade: “Por las tardes, a la lectura”.  Fue cuando se habló de la lectura que le alertaron: "Pero debes apurarte", insinuando que los años vuelan en los tiempos postreros de la vejez; y que "hay tantos libros en el mundo". Lo que Metodio, lejos de percibir la carga de ironía y cierta dosis de inocente perversidad que llevaba la conseja y que aludía a la inevitable ancianidad y su acelerada carrera hacia la muerte, asumió la observación como si le viniese –quién sabe si de las lejanas lecciones de su padre- la obligación de cumplir con el sentido estricto del deber, y junto con ello, la angustia de saber que debía caminar contra reloj. Fue, pues, esta advertencia la que le precipitó a no parar.  Pese a que, si se detuviese un instante a reflexionar con calma y  lograr que la razón prevalezca, concluiría en lo inútil de su empeño, pues los libros siguen publicándose en el mundo y es necio caminar a su ritmo.  Pero Metodio no se detuvo a razonar. No pensó que bien valía volver a la lectura interrumpida algún día de antaño, dedicando, empero, tiempo prudente al disfrute gozoso de lo que pudiera caer en sus manos o, cuando más, de lo que su raquítico presupuesto le permitiese, y nada más. En vez de ello, sólo pensó en que ha perdido el tiempo, incluso miserablemente, pues los copetines –que fueron abundantes y frecuentes- también, y no sólo el trabajo para la manutención del hogar, ocuparon buena parte de esas horas, irremediablemente perdidas.  Y aunque reconoce que le otorgaron placer; que las tertulias al calor de un frasco de aguardiente y las anécdotas y bromas de los amigos fueron gratificantes, de todas formas, las horas se perdieron. Si hubiera sentado cabeza, piensa, bien pudo haberse puesto al día con las novedades literarias y los descubrimientos científicos, de cuya velocidad alucinante está consciente.   Por eso, ahora, pese a sus limitaciones pecuniarias, pese a lo escuálido de su pensión, fue, primero, a las librerías de viejo, en las cuales se proveyó de todo aquello que faltaba en su biblioteca personal: los clásicos de la antigua y de la nueva literatura, a precios más bien muy módicos.  Luego, tentado por los señuelos de la publicidad, acudió a las grandes librerías que ofrecen un surtido enorme de títulos, mientras suenan  en sus cómodos espacios, acordes relajantes de una música leve, que invita a repantigarse en un sillón y hojear los libros fragantes a papel recientemente impreso. Esto último le cautivó, porque, para mayor atractivo, vino aquella muchacha a ofrecerle, humeante, una taza de oloroso café que él paladeaba mientras hojeaba la frescura de los inagotables volúmenes. Desde ese día, convirtió en hábito la frecuentación a la lujosa librería, a sabiendas de que, pese a que nadie le obligaba, sentía el deber de adquirir un volumen, de los tantos que se mostraban en enormes mesas y estanterías y que él escogía, sin mucho criterio, sin lograr serenarse tras la incertidumbre ante la frondosidad de títulos y colores. Metodio salía, invariablemente, con un libro bajo el brazo, del acogedor almacén y contento con esa gracia que añadía el librero, ese detalle: unos coloridos separadores con frases alusivas a la cultura y fotos de ilustres escritores. Nunca aceptó, por lo demás, el consejo de utilizar internet y buscar los libros abundantes que por allí circulan, pues le era absurdo reemplazar los libros físicos por la pantalla del ordenador. Pues, ¿acaso esa pantalla se deja acariciar, abrir y cerrar la pasta, volver, de cuando en cuando, a la solapa y cerrarla, como se cierra el libro para reabrirlo en el bus, en el café, en la alcoba? Y claro, las novedades no andaban por la Red.

Sin criterio de orden ni sistematización, compraba, lo mismo novelas best seller que libros de Historia universal, biografías de los prohombres que han sido; algunos sobre las escuelas filosóficas –desde Platón, Sócrates, Demócrito y Heráclito, hasta Hegel, Marx y Althuser, pasando por Heideger, Kierkegard y Sartre, y el novísimo nipo norteamericano, señor Fukuyama; esos llamativos, cromáticos, vivos, con reproducciones de los grandes maestros de la plástica universal; y unos más, sobre las últimas hipótesis de la Física cuántica, de la incertidumbre o de la teoría del caos, y que abruman con sus extravagancias lo mismo a los legos que a los entendidos. Para no mencionar los bastante ignorados por él, clásicos de la filosofía griega y de su mitología, tan rica y tan lejana de la aburrida bíblica y de la oriental, ellas sí por él  bien conocidas. Todo eso, así, sin orden ni concierto.  Metodio no hacía honor a su nombre.
En casa, mientras tanto, comenzó a escasear el dinero para las cosas  esenciales: el hombre no reparaba en desembolsos para dar gusto a  su flamante obsesión o, si se mira desde otro ángulo, a su necesidad imperiosa.  Demoraba en el pago de luz, agua y teléfono, se duchaba, aun en los lluviosos días de marzo, en agua fría por la carencia de gas, y terminaron cortándole el cable para su televisor, privando a la consorte de sus programas favoritos, por lo que debió ella refugiarse en los culebrones de los canales domésticos, con cuyas historias de amores y traiciones, Rosana lloraba.  Callaba la consorte ante las limitaciones sobrevenidas, chapada a la antigua que era y porque decía que el marido es la cabeza del hogar y que la mujer le debe obediencia, pues tal enseñan las Escrituras y el sacerdote consejero y depositario de sus cuitas. 

Fue sólo cuando las vecinas y amigas que la frecuentaban le hicieron notar que lo de Metodio era una chifladura, que tímidamente le habló de los súbitos cortes y las súbitas menguas que, por lo demás, no obedecían precisamente a encarecimiento del costo de la comida ni elevación del precio de los servicios.  El cuidado con que le abordó obedecía no a temor alguno de reacciones violentas –que nunca las tuvo Metodio- sino al respeto que, de todos modos, le inspiraba a ella la devoción de él por la lectura.  Pero Metodio, clavado en sus textos, a duras penas percibía el sonido de las palabras de su consorte, sin entenderlas, sumergido como estaba en la trama de un relato o en las reflexiones de la filosofía y de la ciencia. La vieja compañera de su vida pensó, al principio, “ya se le pasará”, pero luego comenzó a conjeturar sobre lo cierto de la chifladura de su esposo, que las amigas y vecinas le insinuaron. Y le sobrevino una pena profunda, como si presintiera peores cosas sobrevinientes en los días futuros.

Metodio leía en el WC -como muchos lo hacen- pero también en el  dormitorio, a la luz mortecina de la lámpara de velador, olvidado de sus antiguos programas de TV, y hasta las avanzadas horas silenciosas de la noche, mientras la esposa medio dormía; y entre bocado y bocado durante el desayuno, el almuerzo y la merienda. No dejó de concurrir al café, mas, mientras los amigos conversaban y arreglaban el mundo, él hojeaba el libro inseparable, ensimismado. Cortó, también, los paseos con la consorte, lo que, con razón, acentuó la pena profunda de ella, acompañada siempre del silencio.

Pasaron los días, las semanas, los meses y en lugar de que el vicio menguara, se fue incrementando y vio ella cómo el rostro del marido se volvió pálido a veces, sudoroso a toda hora, hiciera frío o calor, la mirada perdida, como sumido en profundas reflexiones, lejos del mundo, sus necedades y sus miserias.


Dijo Metodio, una mañana en que Rosana le habló de pagar la cuota de la   refrigeradora hace poco adquirida: “No, no es posible porque Adriano ya lo mencionó en sus Memorias que la energía es igual a la masa por el cuadrado de la velocidad de la luz”. Ella, que poco entendía de ecuaciones ni había leído jamás las Memorias de Adriano, nunca pudo entender qué tenía que ver el emperador romano con la fórmula esa, oída alguna vez en el aula lejana. Sólo recordó que su autoría era de un viejo sabio de nuestros tiempos. Pero intuyó lo peor: Metodio desvariaba.  

El hombre, tras la lectura de un libro, no lo arrumaba, lo colocaba, con suavidad, casi con ternura, vertical,  en la estantería. Y alguna vez, pese a que siempre contó con novedades que no requerían volver sobre alguno leído, encontró un recodo en su tiempo saturado para repasar las filas interminables de aquéllos que ya fueron devorados. Y hele aquí que se topó con algo inesperado: Primero con preocupación, luego con molestia –pues pensó que su memoria empezaba a traicionarle- finalmente con horror, se percató de que, volumen tras volumen, desaparecían de los estantes de su frondosa biblioteca.

Entonces, calmo que era, en vez de la furia que suele caracterizar a los maridos traicionados, lejos del reclamo y la protesta, sólo encontró el recurso de las lágrimas. Metodio lloró, según parece, por primera vez en su vida, vagamente intuyendo que nadie más que la compañera de su vida podía ser la culpable de las extrañas sustracciones.  Sus libros eran, de un tiempo acá, compañeros, cómplices, motivo de reflexiones, de interrogantes, de dudas, de certezas. Devinieron, casi insensiblemente, seres humanos.  Y por eso, su ausencia súbita la sintió como un abandono inexplicable, o como una dolorosa muerte súbita.  Aun con el pesar y la duda sobre esas desapariciones, tomó desde esa tarde un libro cualquiera, aun los ya leídos, se encaminó a la sala de estar y desoyendo los llamados de la consorte que le pedía venir al calor del lecho en las noches lluviosas, se apostó al pie de la lámpara y, anclado allí, dio rienda suelta a su obsesión. Aunque temblaba en el frío de la noche, aunque moqueaba y estornudaba, continuó con su lectura hasta que los ojos fatigados y enrojecidos le sumergieron en el sueño.  De él volvió a las horas de la madrugada y trató inútilmente de retomar la tarea, hasta que los pies engarrotados le llevaron al lecho donde la consorte dormía tras un largo desvelo.

La esposa –pocas palabras- resolvió un día, armándose de valor, enfrentarle con cierta dureza -una dureza que no era suya- a fin de ver si el remezón le sacaba de su mundo ficticio. “¡Ya es hora –le dijo, alzando la voz- de que dejes esta manía y pienses en nosotros, que estamos vivos!  Tus libros serán bonitos pero están muertos. Y tu vicio nos ha llevado a limitaciones que antes no teníamos”. El tono fue, en efecto, tan enérgico, que Metodio dio un salto de sorpresa, se le cayó el volumen que leía y medio sonrió.  Fue como si despertara de un prolongado sueño. ¿Era su mujer, ésta que le hablaba? Pero no, no despertó, sólo era el volumen de la voz de ella lo que le sacó, por un instante, de su mundo.  Tornó a su paz extraña e hilvanó, entonces y ya serenado, otro sinsentido. Aún erguido y señalando al infinito su dedo índice: “Ya lo dijo Sancho en el segundo tomo del Quijote: las neuronas, cuando mueren, ya no se reproducen.  Y por eso, hija, estás perdiendo la memoria. Piensa en la mielina, hija, piensa en la mielina”. Sólo ahora, la consorte vio con claridad el alcance de lo que realmente pasaba en el tocte del marido: todo, fruto de sus lecturas desbocadas, estaba enredado. Pensó, pues, en echar mano de una lógica medida: había que llevarle, a como dé lugar, a la loquera.

Tras larga reflexión, optó por sugerirle la asistencia de un sicólogo, un siquiatra o lo que fuere. Pero Metodio replicó: “Si la religión es el opio del  pueblo, por qué, entonces, el viejo Marx no les metió eso en sus cabezas a sus dos discípulos preferidos, Platón y Aristóteles”. La consorte ratificó su sospecha: no era una pasajera chifladura.  Era la locura en su inofensiva plenitud.  Se dispuso, pues, a planificar el modo de convencerle para que aceptara concurrir al facultativo. Conversó con las vecinas y las amigas, y una vez más, fueron ellas quienes le proporcionaron una idea, sencilla pero segura.

Armada de ella, fue al manicomio, contó al médico la manía del esposo y, de vuelta a casa, le dijo a Metodio que había  descubierto un lugar donde abundan los libros, sitio en el cual se sentiría como pez en el agua.  Él entendió. Le gustó la idea. Y aceptó. Acompañado de su mujer –que lo guiaba, tomado de la mano como si fuese un niño- fue, sumiso pero con su infaltable volumen bajo el brazo, hasta las puertas del Hospicio San Lázaro, viejo hospital siquiátrico de la ciudad. Cuando llegó, fue trasladado ipso facto a la biblioteca del director, colmada, en efecto, de volúmenes.  Todos aludían a las enfermedades mentales, a su clasificación, al origen de las afecciones, a la semiología, a las terapias, a las escuelas  sicológicas y siquiátricas. Entre ellos, una que otra obra maestra de la literatura, conocida por él, lo que le infundió confianza.  Metodio sintió encontrarse en su papayal. Tomó un volumen, bajo la mirada escrutadora del especialista, y se sumió en la lectura.

Dijo, entonces y en un aparte, el médico a la consorte, que era el comienzo de la adaptación al ambiente, y tras ello vendría la verdadera terapia.  Con todo el dolor del alma, ella abandonó el viejo edificio colonial, en el que el esposo transcurriría entre rostros desfigurados y movidas extrañas, pero confiada de todos modos en la pericia médica y en la voluntad y ayuda del Altísimo.

Metodio tenía dificultad de entender los extraños términos de la jerga esotérica de los sicólogos, pero echó mano de algún diccionario médico del estante y se sintió a gusto pensando que había descubierto un nuevo filón del conocimiento. Durmió esa noche desde muy temprano, bajo los efectos sedantes de un ansiolítico, sin que tuviera tiempo de echar de menos a sus libros. Pasados los días y cuando el viejo galeno que trataba a los chalados vio que su paciente se hallaba a sus anchas, le invitó a un juego, a lo que Metodio aceptó gustoso. Le pidió dejar por un instante el libro, le hizo sentar en cómodo sillón y empezó a presentarle unas extrañas manchas, simétricas, en blanco y negro unas, cromáticas otras.  Le dijo: “cuando yo le muestre una figura, usted me dirá lo que le sugiere”. Va tomando, una a una, las láminas extrañas y ante la primera, Metodio mira, piensa, sonríe y dice: “Está claro: es la batalla entre Ulises y las sirenas”. El médico toma nota y le presenta la segunda imagen. Responde Metodio: “Ya. Es  Robespierre y su cabeza guillotinada”. El médico se detiene un instante, mueve la cabeza en señal de extrañeza. Tercera imagen. El paciente responde: “Stephen Hawkins ha muerto y está en el espacio ilimitado”.  Cuarta imagen: “Está clarito –dice- son los Pilares de la Tierra, pues ¿No ve, señor?”, y por primera vez, se sale del esquema y añade: “Oiga, señor, ha leído a Ken Follett?” El médico sonríe, entre confuso y molesto y pasa a la siguiente. Quinta imagen, el viejo examina, da vueltas a la mancha y responde: “Octavio Paz no entiende a Vargas Llosa”. Sexta lámina: Mira hacia el cielo raso y riendo reflexiona: “don Benjamín Carrión sí que saltó por la ventana, como el abuelo sueco”. Séptima. Mira Metodio, calcula, duda y dice finalmente y con tono triunfal: La oreja de Van Gogh. Ahora la octava. Sin titubeos, dice: La Tigra, señor, los Sangurimas, y el ahorcado del Pablo Palacio. Novena y décima, casi sin mirar: La Tigra, los Sangurimas, y el ahorcado del Pablo Palacio. Terminado el juego, le pide el facultativo pasar al comedor en pos de un cafecito.

Una vez en su cubículo, suda el galeno en la interpretación de las respuestas, revisa los protocolos, vuelve al manual.  Suda más y concluye: Esquizofrenia. Ahora, duda. ¿Demencia senil? No. Vuelve al primer diagnóstico. ¿Esquizofrenia paranoide? ¿Hebefrénica? ¿Catatónica? Jacksoniana ni pensarlo. Suda más y decide que el mal del viejo, con el rótulo que se le ponga, es irreversible.
Cuando, a su llamado, llega la consorte, le advierte: “Lo único, señora: dejarle en el nosocomio.  Acá haremos lo que se pueda. O, si prefiere, llévele a casa y quítele todo libro o lo que se le parezca. Que se distraiga con otra cosa. La tele, crucigramas,  rompecabezas… en fin. Esperemos que se le pase”.  
Rosana –que quiere a su marido junto a ella- no piensa en otra cosa que en sacarle de esos espacios tristes y lúgubres y llevarle al hogar que, de todos modos, siendo suyo, habrá de devolverle la alegría y la cordura al esposo.

Metodio está de vuelta. Pero, lejos de llenar las optimistas expectativas de  la consorte, se sume en el silencio.  Y en la pena. Metodio come poco. Metodio no sonríe. Día a día se escurre su rostro pálido y rugoso; se encorva, se agazapa como un feto.  No pregunta por sus libros. Hasta que una tarde, tarde fría y lluviosa de Abril, Metodio, que ha parado de leer, cesa también de pensar, de respirar. Cesa de latir su atribulado corazón. Rato antes de partir, Rosana le escuchó balbucear: “no tuve tiempo”.


FIN

sábado, 30 de julio de 2016

Cuento Corto, El Enojo de Manuel

EL ENOJO DE MANUEL
(Cuento corto)
Por: Jaime Muñoz Mantilla

A Manuel Castro, mi amigo,
anarquista completo

Sábato yace, despellejado, en pleno asfalto.  Junto a él, Alejandra, la chiquilla pelirroja, de rostro angular, agresiva como siempre, tras las frecuentes violaciones de su padre.  Y Martín, el muchacho aquel, al que su madre le dijo que era un hijo nacido por accidente.  En otras palabras, no deseado. Sábato no entiende cómo fue arrojado allí sin que diera motivo. Desde la noche anterior, en la madrugada fría y el desamparo.  Alejandra y Martín –únicos, de tantos que él conoció y amó- sin palabras, como temiendo irrumpir en el silencio de las sombras. Sábato, desconcertado, primero, abandonado a su suerte, después, duerme hasta los primeros rayos de la aurora, aun con las saetas del frío atravesándole.
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Cuando Manuel, en sus dieciocho, da rienda suelta al ardor de sus años con Amanda, la chica bella de sus primeros encuentros, siente la paz en el  cuerpo, en la sangre, en las hormonas fatigadas. Entonces, juntos van al balcón aquel de la ciudad y, de espaldas al mar y su rumor, leen. Leen cuentos, poemas, novelas, escritos revoltosos.  Tras la lectura, comentan, ríen, discrepan; a veces lloran, como si compartiesen los dolores de los personajes de las historias. Sus besos son, luego, tiernos, sin el fuego que hace rato les precedió.

Manuel es libre, ama la soberanía de sus horas, de sus espacios, de sus afectos.  Ama, con todo ello, a Amanda que es, como él, libérrima. Por eso, aunque discrepen, los dos respetan esas horas, esos espacios, esos afectos.
Pero esta noche, cuando comparten la lectura de la novela, conmovedora, Sobre héroes y tumbas, sin que lo adviertan, les han atravesado las tormentas de los personajes.  Y están, por ello, insólitamente alterados. Tanto, que una disputa –originada, quién sabe, en fruslerías- conduce a la ruptura, tal vez irremediable.

Manuel, entonces, va con el libro de sus preferencias y sus amores bajo el brazo.  Camina con la melena revuelta, la barba negra y copiosa mojada, golpeando el suelo con su indignación.  Sube las escaleras a su alcoba y, una vez dentro, da rienda suelta a la rabia medio contenida.  Rompe objetos, patea la pared, grita en su soledad.  Y finalmente, abre la ventana y sin pensar más, arroja el libro, como si él fuese el culpable de la ruptura. Del amargo sabor que le quedó en la boca.  Vuela “Sobre héroes y tumbas” y, con él, el desconcertado Sábato; y se estrella en el asfalto de la calle silenciosa. Yace ahí, mientras Manuel, agotado ya, duerme su sueño inquieto, entre gemidos inaudibles y extrañas pesadillas.

Despierta cuando la luz se filtra ya por las hendijas de la ventana cerrada, y advierte que ha recobrado la calma.  No obstante, recuerda la locura de la  noche, y piensa, con horror, que el libro, su libro, habrá muerto quizá, despedazado por las llantas de los automotores.  Echa las frazadas a un lado, se incorpora, atisba por la ventana, esperanzado, y ve un pequeño bulto.  Vestido a medias, desciende vertiginoso la escalera y sale ansioso en pos de recuperar a su amigo torpemente desechado.  Y aunque ve que la piel del libro amado ya no está, su cuerpo, con sus dramas adentro, con su Alejandra, su Martín, los seres doloridos que lo habitan, viven intactos. Toma el volumen en sus manos incrédulas y lo acaricia, fervoroso. Lo besa como si besara a la Amanda.

FIN


Quito, octubre 28 de octubre de 2013

Presentación de la obra de Jaime Muñoz Mantilla

EL QUITEÑO QUE NO PUDO VENDER                                 EL SILENCIO DEL VERBO
SU ALMA AL DIABLO                                           



Próximo re lanzamiento,  9 de agosto 18:H30 (6:30 pm) 


CAFÉ LIBRO 


Calle Leonidas Plaza N 23-56, entre Wilson y Veintimilla



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