(Cuento corto)
Por: Jaime Muñoz Mantilla
A Manuel Castro, mi amigo,
anarquista completo
Sábato yace,
despellejado, en pleno asfalto. Junto a
él, Alejandra, la chiquilla pelirroja, de rostro angular, agresiva como
siempre, tras las frecuentes violaciones de su padre. Y Martín, el muchacho aquel, al que su madre
le dijo que era un hijo nacido por accidente.
En otras palabras, no deseado. Sábato no entiende cómo fue arrojado allí
sin que diera motivo. Desde la noche anterior, en la madrugada fría y el
desamparo. Alejandra y Martín –únicos,
de tantos que él conoció y amó- sin palabras, como temiendo irrumpir en el
silencio de las sombras. Sábato, desconcertado, primero, abandonado a su suerte,
después, duerme hasta los primeros rayos de la aurora, aun con las saetas del
frío atravesándole.
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Cuando Manuel, en sus dieciocho, da rienda
suelta al ardor de sus años con Amanda, la chica bella de sus primeros
encuentros, siente la paz en el cuerpo,
en la sangre, en las hormonas fatigadas. Entonces, juntos van al balcón aquel
de la ciudad y, de espaldas al mar y su rumor, leen. Leen cuentos, poemas,
novelas, escritos revoltosos. Tras la
lectura, comentan, ríen, discrepan; a veces lloran, como si compartiesen los
dolores de los personajes de las historias. Sus besos son, luego, tiernos, sin
el fuego que hace rato les precedió.
Manuel es libre, ama la soberanía de sus
horas, de sus espacios, de sus afectos.
Ama, con todo ello, a Amanda que es, como él, libérrima. Por eso, aunque
discrepen, los dos respetan esas horas, esos espacios, esos afectos.
Pero esta noche, cuando comparten la lectura de
la novela, conmovedora, Sobre héroes y tumbas, sin que lo adviertan, les han
atravesado las tormentas de los personajes.
Y están, por ello, insólitamente alterados. Tanto, que una disputa
–originada, quién sabe, en fruslerías- conduce a la ruptura, tal vez
irremediable.
Manuel, entonces, va con el libro de sus
preferencias y sus amores bajo el brazo.
Camina con la melena revuelta, la barba negra y copiosa mojada, golpeando
el suelo con su indignación. Sube las
escaleras a su alcoba y, una vez dentro, da rienda suelta a la rabia medio
contenida. Rompe objetos, patea la
pared, grita en su soledad. Y
finalmente, abre la ventana y sin pensar más, arroja el libro, como si él fuese
el culpable de la ruptura. Del amargo sabor que le quedó en la boca. Vuela “Sobre héroes y tumbas” y, con él, el
desconcertado Sábato; y se estrella en el asfalto de la calle silenciosa. Yace
ahí, mientras Manuel, agotado ya, duerme su sueño inquieto, entre gemidos
inaudibles y extrañas pesadillas.
Despierta cuando la luz se filtra ya por las
hendijas de la ventana cerrada, y advierte que ha recobrado la calma. No obstante, recuerda la locura de la noche, y piensa, con horror, que el libro, su
libro, habrá muerto quizá, despedazado por las llantas de los automotores. Echa las frazadas a un lado, se incorpora,
atisba por la ventana, esperanzado, y ve un pequeño bulto. Vestido a medias, desciende vertiginoso la
escalera y sale ansioso en pos de recuperar a su amigo torpemente desechado. Y aunque ve que la piel del libro amado ya no
está, su cuerpo, con sus dramas adentro, con su Alejandra, su Martín, los seres
doloridos que lo habitan, viven intactos. Toma el volumen en sus manos
incrédulas y lo acaricia, fervoroso. Lo besa como si besara a la Amanda.
FIN
Quito, octubre 28 de octubre de 2013