Por Jaime Muñoz Mantilla
Quito, marzo de 2014
A mis coetáneos
Metodio no tuvo problema en explicarse, y
explicar a quienes lo interrogaron, la causa de su obsesión por la lectura. Les
dijo: "Cuando a mis escasos veintidós años tomé estado, tuve que
deslomarme mañana, tarde y noche a fin de llevar el sustento para dos, luego
para tres, para cuatro y para cinco". Y añadía cuantas veces fuese
necesario: "Entonces, a qué hora quieren que leyera, pues".
Ahora, jubilado el hombre, piensa que no debe
perder el tiempo, y aprovechar los días que le quedan, llenando los vacíos de
su cultura. Este empeño se vio
exacerbado, también por un temor que le sobrevino cuando, tras el cese de sus actividades laborales, le preguntaron que a qué dedica sus horas de ocio.
Él respondió que, en las mañanas, a dar vueltas por las viejas calles de Quito, del brazo de Rosana,
su consorte, y a las evocaciones; los viernes, con los amigos que aún le
quedan, en el café de antaño, cafetín en decadencia, pero que conserva el sepia
entrañable de las paredes y permite rumiar el pasado y reír, que la risa es –le
dice a la Rosana- terapia para combatir el tedio y la tristeza. Y añade: “Por
las tardes, a la lectura”. Fue cuando se
habló de la lectura que le alertaron: "Pero debes apurarte",
insinuando que los años vuelan en los tiempos postreros de la vejez; y que
"hay tantos libros en el mundo". Lo que Metodio, lejos de percibir la
carga de ironía y cierta dosis de inocente perversidad que llevaba la conseja y
que aludía a la inevitable ancianidad y su acelerada carrera hacia la muerte,
asumió la observación como si le viniese –quién sabe si de las lejanas
lecciones de su padre- la obligación de cumplir con el sentido estricto del
deber, y junto con ello, la angustia de saber que debía caminar contra reloj.
Fue, pues, esta advertencia la que le precipitó a no parar. Pese a que, si se detuviese un instante a
reflexionar con calma y lograr que la
razón prevalezca, concluiría en lo inútil de su empeño, pues los libros siguen
publicándose en el mundo y es necio caminar a su ritmo. Pero Metodio no se detuvo a razonar. No pensó
que bien valía volver a la lectura interrumpida algún día de antaño, dedicando,
empero, tiempo prudente al disfrute gozoso de lo que pudiera caer en sus manos
o, cuando más, de lo que su raquítico presupuesto le permitiese, y nada más. En
vez de ello, sólo pensó en que ha perdido el tiempo, incluso miserablemente,
pues los copetines –que fueron abundantes y frecuentes- también, y no sólo el
trabajo para la manutención del hogar, ocuparon buena parte de esas horas,
irremediablemente perdidas. Y aunque
reconoce que le otorgaron placer; que las tertulias al calor de un frasco de
aguardiente y las anécdotas y bromas de los amigos fueron gratificantes, de
todas formas, las horas se perdieron. Si hubiera sentado cabeza, piensa, bien
pudo haberse puesto al día con las novedades literarias y los descubrimientos
científicos, de cuya velocidad alucinante está consciente. Por
eso, ahora, pese a sus limitaciones pecuniarias, pese a lo escuálido de su
pensión, fue, primero, a las librerías de viejo, en las cuales se proveyó de
todo aquello que faltaba en su biblioteca personal: los clásicos de la antigua y
de la nueva literatura, a precios más bien muy módicos. Luego, tentado por los señuelos de la
publicidad, acudió a las grandes librerías que ofrecen un surtido enorme de
títulos, mientras suenan en sus cómodos
espacios, acordes relajantes de una música leve, que invita a repantigarse en
un sillón y hojear los libros fragantes a papel recientemente impreso. Esto
último le cautivó, porque, para mayor atractivo, vino aquella muchacha a
ofrecerle, humeante, una taza de oloroso café que él paladeaba mientras hojeaba
la frescura de los inagotables volúmenes. Desde ese día, convirtió en hábito la
frecuentación a la lujosa librería, a sabiendas de que, pese a que nadie le
obligaba, sentía el deber de adquirir un volumen, de los tantos que se
mostraban en enormes mesas y estanterías y que él escogía, sin mucho criterio,
sin lograr serenarse tras la incertidumbre ante la frondosidad de títulos y
colores. Metodio salía, invariablemente, con un libro bajo el brazo, del
acogedor almacén y contento con esa gracia que añadía el librero, ese detalle:
unos coloridos separadores con frases alusivas a la cultura y fotos de ilustres
escritores. Nunca aceptó, por lo demás, el consejo de utilizar internet y
buscar los libros abundantes que por allí circulan, pues le era absurdo reemplazar
los libros físicos por la pantalla del ordenador. Pues, ¿acaso esa pantalla se
deja acariciar, abrir y cerrar la pasta, volver, de cuando en cuando, a la
solapa y cerrarla, como se cierra el libro para reabrirlo en el bus, en el
café, en la alcoba? Y claro, las novedades no andaban por la Red.
Sin criterio de orden ni sistematización,
compraba, lo mismo novelas best seller que
libros de Historia universal, biografías de los prohombres que han sido;
algunos sobre las escuelas filosóficas –desde Platón, Sócrates, Demócrito y
Heráclito, hasta Hegel, Marx y Althuser, pasando por Heideger, Kierkegard y
Sartre, y el novísimo nipo norteamericano, señor Fukuyama; esos llamativos,
cromáticos, vivos, con reproducciones de los grandes maestros de la plástica universal;
y unos más, sobre las últimas hipótesis de la Física cuántica, de la
incertidumbre o de la teoría del caos, y que abruman con sus extravagancias lo
mismo a los legos que a los entendidos. Para no mencionar los bastante
ignorados por él, clásicos de la filosofía griega y de su mitología, tan rica y
tan lejana de la aburrida bíblica y de la oriental, ellas sí por él bien conocidas. Todo eso, así, sin orden ni
concierto. Metodio no hacía honor a su
nombre.
En casa, mientras tanto, comenzó a escasear el dinero para las cosas esenciales: el hombre no reparaba en
desembolsos para dar gusto a su flamante
obsesión o, si se mira desde otro ángulo, a su necesidad imperiosa. Demoraba en el pago de luz, agua y teléfono,
se duchaba, aun en los lluviosos días de marzo, en agua fría por la carencia de
gas, y terminaron cortándole el cable para su televisor, privando a la consorte
de sus programas favoritos, por lo que debió ella refugiarse en los culebrones
de los canales domésticos, con cuyas historias de amores y traiciones, Rosana
lloraba. Callaba la consorte ante las
limitaciones sobrevenidas, chapada a la antigua que era y porque decía que el
marido es la cabeza del hogar y que la mujer le debe obediencia, pues tal enseñan
las Escrituras y el sacerdote consejero y depositario de sus cuitas.
Fue sólo cuando las vecinas y amigas que la frecuentaban le hicieron
notar que lo de Metodio era una chifladura, que tímidamente le habló de los
súbitos cortes y las súbitas menguas que, por lo demás, no obedecían
precisamente a encarecimiento del costo de la comida ni elevación del precio de
los servicios. El cuidado con que le
abordó obedecía no a temor alguno de reacciones violentas –que nunca las tuvo
Metodio- sino al respeto que, de todos modos, le inspiraba a ella la devoción
de él por la lectura. Pero Metodio, clavado
en sus textos, a duras penas percibía el sonido de las palabras de su consorte,
sin entenderlas, sumergido como estaba en la trama de un relato o en las
reflexiones de la filosofía y de la ciencia. La vieja compañera de su vida pensó,
al principio, “ya se le pasará”, pero luego comenzó a conjeturar sobre lo
cierto de la chifladura de su esposo, que las amigas y vecinas le insinuaron. Y
le sobrevino una pena profunda, como si presintiera peores cosas sobrevinientes
en los días futuros.
Metodio leía en el WC -como muchos lo hacen- pero también en el dormitorio, a la luz mortecina de la lámpara de
velador, olvidado de sus antiguos programas de TV, y hasta las avanzadas horas
silenciosas de la noche, mientras la esposa medio dormía; y entre bocado y
bocado durante el desayuno, el almuerzo y la merienda. No dejó de concurrir al
café, mas, mientras los amigos conversaban y arreglaban el mundo, él hojeaba el
libro inseparable, ensimismado. Cortó, también, los paseos con la consorte, lo
que, con razón, acentuó la pena profunda de ella, acompañada siempre del
silencio.
Pasaron los días, las semanas, los meses y en lugar de que el vicio
menguara, se fue incrementando y vio ella cómo el rostro del marido se volvió
pálido a veces, sudoroso a toda hora, hiciera frío o calor, la mirada perdida,
como sumido en profundas reflexiones, lejos del mundo, sus necedades y sus
miserias.
Dijo Metodio, una mañana en que Rosana le habló de pagar la cuota de la refrigeradora
hace poco adquirida: “No, no es posible porque Adriano ya lo mencionó en sus
Memorias que la energía es igual a la masa por el cuadrado de la velocidad de
la luz”. Ella, que poco entendía de ecuaciones ni había leído jamás las
Memorias de Adriano, nunca pudo entender qué tenía que ver el emperador romano
con la fórmula esa, oída alguna vez en el aula lejana. Sólo recordó que su
autoría era de un viejo sabio de nuestros tiempos. Pero intuyó lo peor: Metodio
desvariaba.
El hombre, tras la lectura de un libro, no lo arrumaba, lo colocaba, con
suavidad, casi con ternura, vertical, en
la estantería. Y alguna vez, pese a que siempre contó con novedades que no
requerían volver sobre alguno leído, encontró un recodo en su tiempo saturado
para repasar las filas interminables de aquéllos que ya fueron devorados. Y
hele aquí que se topó con algo inesperado: Primero con preocupación, luego con
molestia –pues pensó que su memoria empezaba a traicionarle- finalmente con
horror, se percató de que, volumen tras volumen, desaparecían de los estantes
de su frondosa biblioteca.
Entonces, calmo que era, en vez de la furia que suele caracterizar a los
maridos traicionados, lejos del reclamo y la protesta, sólo encontró el recurso
de las lágrimas. Metodio lloró, según parece, por primera vez en su vida,
vagamente intuyendo que nadie más que la compañera de su vida podía ser la
culpable de las extrañas sustracciones. Sus
libros eran, de un tiempo acá, compañeros, cómplices, motivo de reflexiones, de
interrogantes, de dudas, de certezas. Devinieron, casi insensiblemente, seres
humanos. Y por eso, su ausencia súbita
la sintió como un abandono inexplicable, o como una dolorosa muerte súbita. Aun con el pesar y la duda sobre esas
desapariciones, tomó desde esa tarde un libro cualquiera, aun los ya leídos, se
encaminó a la sala de estar y desoyendo los llamados de la consorte que le
pedía venir al calor del lecho en las noches lluviosas, se apostó al pie de la
lámpara y, anclado allí, dio rienda suelta a su obsesión. Aunque temblaba en el
frío de la noche, aunque moqueaba y estornudaba, continuó con su lectura hasta
que los ojos fatigados y enrojecidos le sumergieron en el sueño. De él volvió a las horas de la madrugada y
trató inútilmente de retomar la tarea, hasta que los pies engarrotados le
llevaron al lecho donde la consorte dormía tras un largo desvelo.
La esposa –pocas palabras- resolvió un día, armándose de valor,
enfrentarle con cierta dureza -una dureza que no era suya- a fin de ver si el
remezón le sacaba de su mundo ficticio. “¡Ya es hora –le dijo, alzando la voz-
de que dejes esta manía y pienses en nosotros, que estamos vivos! Tus libros serán bonitos pero están muertos.
Y tu vicio nos ha llevado a limitaciones que antes no teníamos”. El tono fue,
en efecto, tan enérgico, que Metodio dio un salto de sorpresa, se le cayó el
volumen que leía y medio sonrió. Fue
como si despertara de un prolongado sueño. ¿Era su mujer, ésta que le hablaba? Pero
no, no despertó, sólo era el volumen de la voz de ella lo que le sacó, por un
instante, de su mundo. Tornó a su paz
extraña e hilvanó, entonces y ya serenado, otro sinsentido. Aún erguido y
señalando al infinito su dedo índice: “Ya lo dijo Sancho en el segundo tomo del
Quijote: las neuronas, cuando mueren, ya no se reproducen. Y por eso, hija, estás perdiendo la memoria.
Piensa en la mielina, hija, piensa en la mielina”. Sólo ahora, la consorte vio
con claridad el alcance de lo que realmente pasaba en el tocte del marido: todo,
fruto de sus lecturas desbocadas, estaba enredado. Pensó, pues, en echar mano
de una lógica medida: había que llevarle, a como dé lugar, a la loquera.
Tras larga reflexión, optó por sugerirle la asistencia de un sicólogo,
un siquiatra o lo que fuere. Pero Metodio replicó: “Si la religión es el opio
del pueblo, por qué, entonces, el viejo
Marx no les metió eso en sus cabezas a sus dos discípulos preferidos, Platón y
Aristóteles”. La consorte ratificó su sospecha: no era una pasajera
chifladura. Era la locura en su inofensiva
plenitud. Se dispuso, pues, a planificar
el modo de convencerle para que aceptara concurrir al facultativo. Conversó con
las vecinas y las amigas, y una vez más, fueron ellas quienes le proporcionaron
una idea, sencilla pero segura.
Armada de ella, fue al manicomio, contó al médico la manía del esposo y,
de vuelta a casa, le dijo a Metodio que había descubierto un lugar donde abundan los libros,
sitio en el cual se sentiría como pez en el agua. Él entendió. Le gustó la idea. Y aceptó.
Acompañado de su mujer –que lo guiaba, tomado de la mano como si fuese un niño-
fue, sumiso pero con su infaltable volumen bajo el brazo, hasta las puertas del
Hospicio San Lázaro, viejo hospital siquiátrico de la ciudad. Cuando llegó, fue
trasladado ipso facto a la biblioteca del director, colmada, en efecto, de volúmenes. Todos aludían a las enfermedades mentales, a
su clasificación, al origen de las afecciones, a la semiología, a las terapias,
a las escuelas sicológicas y
siquiátricas. Entre ellos, una que otra obra maestra de la literatura, conocida
por él, lo que le infundió confianza.
Metodio sintió encontrarse en su papayal. Tomó un volumen, bajo la
mirada escrutadora del especialista, y se sumió en la lectura.
Dijo, entonces y en un aparte, el médico a la consorte, que era el
comienzo de la adaptación al ambiente, y tras ello vendría la verdadera
terapia. Con todo el dolor del alma,
ella abandonó el viejo edificio colonial, en el que el esposo transcurriría
entre rostros desfigurados y movidas extrañas, pero confiada de todos modos en
la pericia médica y en la voluntad y ayuda del Altísimo.
Metodio tenía dificultad de entender los extraños términos de la jerga
esotérica de los sicólogos, pero echó mano de algún diccionario médico del
estante y se sintió a gusto pensando que había descubierto un nuevo filón del
conocimiento. Durmió esa noche desde muy temprano, bajo los efectos sedantes de
un ansiolítico, sin que tuviera tiempo de echar de menos a sus libros. Pasados
los días y cuando el viejo galeno que trataba a los chalados vio que su
paciente se hallaba a sus anchas, le invitó a un juego, a lo que Metodio aceptó
gustoso. Le pidió dejar por un instante el libro, le hizo sentar en cómodo
sillón y empezó a presentarle unas extrañas manchas, simétricas, en blanco y
negro unas, cromáticas otras. Le dijo: “cuando
yo le muestre una figura, usted me dirá lo que le sugiere”. Va tomando, una a
una, las láminas extrañas y ante la primera, Metodio mira, piensa, sonríe y
dice: “Está claro: es la batalla entre Ulises y las sirenas”. El médico toma
nota y le presenta la segunda imagen. Responde Metodio: “Ya. Es Robespierre y su cabeza guillotinada”. El
médico se detiene un instante, mueve la cabeza en señal de extrañeza. Tercera
imagen. El paciente responde: “Stephen Hawkins ha muerto y está en el espacio
ilimitado”. Cuarta imagen: “Está clarito
–dice- son los Pilares de la Tierra, pues ¿No ve, señor?”, y por primera vez,
se sale del esquema y añade: “Oiga, señor, ha leído a Ken Follett?” El médico
sonríe, entre confuso y molesto y pasa a la siguiente. Quinta imagen, el viejo
examina, da vueltas a la mancha y responde: “Octavio Paz no entiende a Vargas
Llosa”. Sexta lámina: Mira hacia el cielo raso y riendo reflexiona: “don
Benjamín Carrión sí que saltó por la ventana, como el abuelo sueco”. Séptima.
Mira Metodio, calcula, duda y dice finalmente y con tono triunfal: La oreja de
Van Gogh. Ahora la octava. Sin titubeos, dice: La Tigra, señor, los Sangurimas,
y el ahorcado del Pablo Palacio. Novena y décima, casi sin mirar: La Tigra, los
Sangurimas, y el ahorcado del Pablo Palacio. Terminado el juego, le pide el
facultativo pasar al comedor en pos de un cafecito.
Una vez en su cubículo, suda el galeno en la interpretación de las respuestas,
revisa los protocolos, vuelve al manual.
Suda más y concluye: Esquizofrenia. Ahora, duda. ¿Demencia senil? No.
Vuelve al primer diagnóstico. ¿Esquizofrenia paranoide? ¿Hebefrénica?
¿Catatónica? Jacksoniana ni pensarlo. Suda más y decide que el mal del viejo,
con el rótulo que se le ponga, es irreversible.
Cuando, a su llamado, llega la consorte, le advierte: “Lo único, señora:
dejarle en el nosocomio. Acá haremos lo
que se pueda. O, si prefiere, llévele a casa y quítele todo libro o lo que se
le parezca. Que se distraiga con otra cosa. La tele, crucigramas, rompecabezas… en fin. Esperemos que se le
pase”.
Rosana –que quiere a su marido junto a ella- no piensa en otra cosa que
en sacarle de esos espacios tristes y lúgubres y llevarle al hogar que, de
todos modos, siendo suyo, habrá de devolverle la alegría y la cordura al
esposo.
Metodio está de vuelta. Pero, lejos de llenar las optimistas
expectativas de la consorte, se sume en
el silencio. Y en la pena. Metodio come
poco. Metodio no sonríe. Día a día se escurre su rostro pálido y rugoso; se
encorva, se agazapa como un feto. No
pregunta por sus libros. Hasta que una tarde, tarde fría y lluviosa de Abril,
Metodio, que ha parado de leer, cesa también de pensar, de respirar. Cesa de
latir su atribulado corazón. Rato antes de partir, Rosana le escuchó balbucear:
“no tuve tiempo”.
FIN